Mi vuelta al rezo en El Pilar fue nostálgica. Pasé más de un minuto de rodillas en los bancos de la catedral maña. Volvía a Zaragoza diez años después. Me la encontré limpia, como casi todas las ciudades a las que no le rebosa el arte. Me recordó a Granada en su disposición. Un vetusto estadio remozado por dentro. Souvenirs a mansalva y las certezas habituales que me dejan las ciudades españolas no andaluzas. Mi identificación con un zaragozano es casi nula si no fuera porque hablamos igual y nos une El Corte Inglés. La principal vertebración de esta nación. A Zaragoza la noté tranquila y segura. Fría y lluviosa. Amable, pero distante. Una ciudad previsible y recomendable para mantener una vida monótona y apacible. Muy española y orgullosa de ello.
También les digo que les hablo del centro. Un intenso fin de semana en el Meliá Zaragoza ***** me guía en esta particular guía de viajes. Avenidas con bingos y hippies con bongos en solitarias plazas. Ley Antibotellón y aeropuerto discreto, pero funcional. Me imagino que la vida me llevará tarde o temprano allí de nuevo. Decente capital regional que parece que progresa.
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